He contado esta historia mil veces, así que aquí apenas si la sugeriré. La foto que acompaña y motiva este poema, es una imagen de mi abuela que mi abuelo dejó tras su muerte en una cajita con sus posesiones más preciadas, apenas las baratijas de un laburante enamorado. En dicha cajita había algunos relojes viejos, un recorte de periódico con una imagen de Perón, vestido de galante coronel con su jetaza sonriente, y esta imagen de mi abuela, calco de Evita en sus años mozos. A mi abuelo cuerdo pero muerto. A mi abuela loca pero sobreviviente.
Mi abuela ya no da más,
pobre vieja.
Anda más cerca del polvo que de los terrones de azúcar,
más cerca del humus que de los malvones.
Uno a uno van despegando
sus puentes levadizos,
uno a uno van suspirando
los grandes candelabros.
La sangre se le está llenando de algas,
pobre vieja.
Sus manos de enfermera,
apenas si parecen un racimo
de arterias infinitas.
Pequeñas lagañas
hacen el amor en sus ojos
mientras el cáncer
la crea y la aniquila sucesivamente.
Al lado de su cama
duermen uno o dos fantasmas virreinales.
Ahora mismo,
o quizás como siempre,
mi abuela recuerda solo lo que quiere.
Mi abuelo,
muerto hace ya 23 años,
espera.
Y ella, en su fábula neurótica,
pronto entrará a la muerte por la gran puerta,
y será pura lumbre,
y se verá en el espejo como una grandiosa Evita,
y lo verá a mi abuelo vestido de coronel,
soberbio y entrador.
Pero tras el umbral solo espera en realidad
un melancólico laburante,
pobre y bueno,
con una mano hecha un callo desnudo,
y con la otra arrastrando
una bolsa sucia de arpillera.
Pobre vieja.