Escribir largo

Sencillo, y hasta redundante, es definir a Julio Cortázar como un escritor genial, sin necesidad de contar y sopesar sus ventas, sus ediciones, o sus pergaminos. Pero mucho más complejo es definirlo y situarlo dentro de la tradición literaria argentina, en la contradictoria intersección ensayada por él entre Europa y América Latina, entre lo universal…

Sencillo, y hasta redundante, es definir a Julio Cortázar como un escritor genial, sin necesidad de contar y sopesar sus ventas, sus ediciones, o sus pergaminos. Pero mucho más complejo es definirlo y situarlo dentro de la tradición literaria argentina, en la contradictoria intersección ensayada por él entre Europa y América Latina, entre lo universal (en sus ribetes ineludiblemente eurocéntricos) y lo nacional. Desde el desprecio por lo popular y su encandilamiento con París, manifestados en algunos de sus cuentos inaugurales y en entrevistas de juventud, hasta la elipsis latinoamericanista que se cierra con su apoyo a la Revolución Cubana y la escritura de «Nicaragua tan violentamente dulce», Cortázar elaboró y desarrolló una particular visión sobre el quehacer literario y su relación con la identidad asumida y con el terruño. Basta leer el manifiesto epistolar dirigido al poeta cubano Roberto Fernández Retamar titulado «Situación del intelectual latinoamericano», o la polémica entablada con el escritor y antropólogo peruano José María Arguedas. Como sea, Cortázar, contradicciones, polémicas y diferendos mediante, no solo es uno de los buenos, sino también uno de los nuestros, y cómo tal hay que saber leerlo, pelearlo y reivindicarlo. Para él, entonces, este poema en homenaje, en un nuevo aniversario de su fallecimiento, extraído del poemario todavía inédito titulado «Lo feo también ama».

 

El gran Cronopio se estaba muriendo.

 

Los gatos se concertaban en los tejados

para preparar su luto secreto;

 

los trompetistas con su humor tuberculoso,

agradecían el que no hubiera sido un colega,

mientras lo lloraban a los trompetazos;

 

todos los subtes de Buenos Aires

salían a la superficie para ofrecer al sol

su homenaje y su epidermis;

 

los Famas leían los diarios Famas,

y se sonreían con malicia ante la paradoja de que el viejo Cronopio

estuviera apestado por un cáncer infantil;

 

Borges rumiaba en su laberinto:

-era un maldito genio,

ahora que se va a morir,

porque disimularlo con palabras comedidas-;

 

Carol calentaba la tumba en Montparnasse,

habiendo reservado el mismo lado que en la cama;

 

algún Cronopio menor tomaba la posta

y comenzaba a borronear frases tales como:

“Un Cronopio no es un cronotopo,

un cronotopo no es un topo con reloj.”

 

Todo estaba listo.

Paris no será Nicaragua,

pero que dulce,

que violenta

estaba ese febrero.

 

La leucemia es un bicho jodido,

pensaba el Cronopio en su lecho de muerte.

Te mata y eso es ya razonablemente malo,

pero antes te jode la profesión:

-para que carajo vivir,

si ya no puedo escribir largo-.

 

Nunca sabremos si fue equivocación,

rabia ante la muerte

o chiste de clausura.

Pero antes de morir dijo el Cronopio:

-siempre quise ser una esperanza-.

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