La muerte y otros escándalos

Los primeros días de noviembre marcan la celebración de diversas festividades en conmemoración a los muertos en diferentes puntos de nuestro continente. El Día de Muertos de los México, la Fiesta de Todos los Santos en la zona andina o la Fet Gédé en Haití, sólo por mencionar algunos ejemplos. A continuación un breve apunte sobre las diferentes formas de aproximarse a este verdadero pavor del pensamiento colonial.

Estos son mis muertos, aquellos a los que mi cultura timorata me enseñó a silenciar, reprimir y olvidar. Mi abuelo Celso, un tipo callado y sereno, natural timonel en tiempos de tormenta. Un hombre bueno hasta la empuñadura que crió dos hijos rectos y francos como él. Esmerado cebador de mates (cuenta la leyenda que nunca jamás cebó uno lavado). Cuando yo era un bebé se lo llevo el cáncer, es decir el polvo de los silos, es decir su mala vida de peón rural, de morocho sin suerte. Dejó nada o casi nada: apenas una cajita con relojes rotos, un recorte de diario con la figura galante de Perón, y una foto de mi abuela, en los tiempos en los que ella era la pura imagen de Evita.

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Cementerio en la Provincia de Jujuy, Argentina

La otra es Licha, mi abuela elegida. Poetisa con predilección por los sonetos españoles, jugadora imbatible de canasta que me educó en la ruda vida sin dejarme jamás ganar una partida. Matriarca del piberio sucio del barrio que arropaba a base de empanadas y conservas. Siempre repitió lo que para ella fue una epifanía: ese día de mi niñez en el que me accidenté en mi triciclo, la miré como quien busca sosiego, y le dije, con ancestrales reminiscencias de cocoliche: «uh, e’ mate». Lo repetiría a las risotadas, quién sabe por qué, hasta el último de sus días.

El último de una lista afortunadamente breve es Pepe, el compañero de Licha, su sombra enamorada. Aquel que construyera un ranchito temporario frente a nuestra casa, cuarenta años antes de morir, porque «¿cuánto más podemos llegar a vivir, vieja»? Si Licha era una erudita, Pepe era un sabio con una inteligencia de prestidigitador para arreglarlo todo con las tiras cortadas de una cámara de bicicleta, lo que hacía en su «laboratorio», un cuartucho sucio y oscuro propio de un arqueólogo ciruja. Un tipo protector y generoso como las higueras que multiplicaba, un cuentacuentos que se jactaba de recordar la primera guerra mundial de la que fue contemporáneo, un atleta infatigable hasta sus primeros noventa años en los que lo mordió la culebrilla.

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Fet Gédé en Haití

Ellos son mis muertos. Si ningún mal hicieron cuando vivían, ¿que mal podrían hacer ahora que ya no los vemos? El desarme espiritual de nuestra cultura frente a la huesuda, la poda de los ritos que supieron conjurarla y tratarla amablemente, el naufragio solitario de sociedades que han perdido sus basamentos comunitarios, nos han recluido en una muerte tabú, neurótica, enfermiza.

Algún día la muerte dejará de ser un escándalo, y dejaremos atrás la resolución cobarde y doméstica de nuestros pavores, su falsa, soberbia y cada vez menos creíble superación racional. Algún día mis muertos y los de todos se volverán a sentar a la mesa como todavía sucede en buena parte de nuestro propio continente, en el mundo andino, náhuatl o afrocaribeño. Algún dia la muerte será bienvenida, siempre y cuando llegue puntual y no nos cobre con usura al amparo de este sistema de muerte. Para entonces, nuestra muerte y con ella nuestra vida, se parecerá mucho más a eso que fuimos, a esos que nos (a)guardan, a eso que seremos.

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