«A fuerza de querer suscitar lo maravilloso a todo trance, los taumaturgos se hacen burócratas. Invocado por medio de fórmulas consabidas que hacen de ciertas pinturas un monótono baratillo de relojes amelcochados, de maniquíes de costurera, de vagos monumentos fálicos, lo maravilloso se queda en paraguas o langosta o máquina de coser, o lo que sea, sobre una mesa de disección, en el interior de un cuarto triste, en un desierto de rocas. Pobreza imaginativa, decía Unamuno, es aprenderse códigos de memoria. Y hoy existen códigos sobre lo fantástico.»
Con esa advertencia Alejo Carpentier traza un rumbo posible y un desvío cierto para narrar lo «real-maravilloso». Y lo hará no casualmente en el prólogo fulminante a «El reino de este mundo», la novela que escribió a su paso por tierras haitianas, recogiendo la historia mítica desde Boukman y Mackandal hasta la Revolución y el reinado de Henry Christophe. Pero Carpentier dirá aún más: «para empezar, la sensación de lo maravilloso presupone una fe». Por suerte fe es lo que nos sobra.
Escribir sobre Haití es volver a enfrentarse con este desafío: como narrar esta urdimbre de lo histórico y lo mítico, de lo real y lo fantástico, en un país en el que la realidad tan fácil como se encauza en lo cotidiano se desborda en lo inconmensurable. Y además, como esquivar la fácil tentación del exotismo que crea una falsa sensación de ajenidad, como si lo que aquí sucede no tuviera nada que ver con nosotros mismos. Haití, África, el Caribe, la negritud, la esclavitud y la Revolución, nos implican y nos explican.
El poema que sigue a continuación forma parte de un proyecto que está al comienzo de este viaje, pero que ha ido tomando forma en las últimas semanas. Se trata de la tentativa, difícil, ambiciosa y probablemente inútil, de escribir un poemario desde y sobre la experiencia haitiana, a sabiendas de que hay cosas que no caben ni en la crónica ni en el ensayo, ni mucho menos en el artículo o la nota de prensa. Pero con un aliciente: la propuesta es escribir un libro bilingüe entre nuestro castellano tercermundista y el kreyòl o criollo, la lengua nacional haitiana con y contra la que damos batalla cada día. ¿Antecedentes? Pocos. Apenas me recuerdo ahora de dibaxu, el libro en castellano/sefardí que tradujera Juan Gelman de la poetisa franco-bosnia Clarisse Nicoîsky. Se trata de un pequeño homenaje al pueblo y la cultura haitianas, y al kréyol y por extensión a todas las lenguas creoles de nuestro continente americano, en estas naciones tan llenas de diglosias, bilingüismos y otras afortunadas impurezas.
Este texto, que continúa lo comenzado con «Cantan», otro poema aquí mismo publicado, se relaciona a una de las aristas más fascinantes de Haití: la religión vudú y la relación tan estrecha y familiar con la muerte.
Nuestros muertos nos guardan en el altar.
Y a la mesa se sientan.
Y a los niños cuidan.
Y el aguardiente escancian.
Porque la muerte tiene las comisuras secas.
Nuestros muertos nos guardan en el altar.
Y a las sombras le ladran.
Y la memoria espabilan.
Y a los vivos amarran.
Porque toda paz empieza y termina en los cementerios.
Nuestros muertos nos guardan en el altar.
Y a los tallos los soban y hasta la luz los alzan.
Y la vida custodian.
Y bajo la hierba de Guinea descansan.
Porque la muerte es un barco negrero que zarpa.
Con una ristra de ajo en el cuello,
una vela en las manos,
y dos gourdes en los ojos,
nuestros muertos nos guardan.
nuestros muertos aguardan.