Hay decenas de mitos que explican la dispersión cultural y lingüística que se han recogido de civilizaciones disimiles de todo el mundo, anudados muchas veces a otros mitos (y firmes recuerdos históricos) sobre diluvios preexistentes. Si la conocida historia de la Torre de Babel del Antiguo Testamento ocupa ese lugar en la tradición judeocristiana, encontramos relatos similares en los Bantúes de África Oriental; en la antigua Grecia con la discordia introducida por Hermes por sobre la antigua unidad de lenguas de la que habían sido dotados los griegos por Philarios y Philarion; o en Sud y Centroamérica, con la historia de los dos huevos de colibrí entre los Ticuna del amazonas, o con el relato sobre Coxcox y Xochiquetzal de los mexicas. Y todos estos mitos puede ser leídos como castigo o como oportunidad; desde la parábola de la caída, por la idílica unidad pérdida entre las mujeres y los hombres y entre ellos y los Dioses, o desde la visión gananciosa que funda la diversidad humana y la necesidad de religarse permanentemente en tentativas de diálogo, de encuentro, de comunidad. Aquí una pequeña crónica/ensayo sobre nuestra propia experiencia lingüistica en este Caribe de lenguas creoles. La imagen corresponde a «Petit Haitï», un barrio de migrantes haitianos en Miami.
las soledades de babel ignoran
qué soledades rozan su costado
nunca sabrán de quién es el proyecto
de la torre de espanto que construyen
Mario Benedetti
En ésta babélica vida cotidiana, es perfectamente normal despertar y saludar en un portugués lagañoso a los compañeros de cuarto; encender la radio en creole, la lengua popular haitiana, para anoticiarse de los últimos acontecimientos de la siempre álgida vida nacional, en un esfuerzo notable por captar el sentido en ese coro de eufóricos atropellados que constituye la radio en Haití; luego abrir y ojear un periódico escrito en francés y editado en Boston mientras se sorbe un robusto café campesino; y reconcentrarse luego, hablando con los afectos lejanos, en un español-refugio, siempre amenazado, ya bien nutrido de jerigonzas de todos los rumbos.
Pero la cosa suele agravarse conforme avanza el día y sus labores rurales, y sobre todo al llegar la noche y destaparse los primeros licores. Es entonces cuando las lenguas empiezan a parir sus dialectos tan imposibles como necesarios. Dialectos que no son más que el germen de nuevas lenguas que podrían llegar a florecer en campo abierto, como injertos floridos, con el mismo derecho que cualquier otra lengua en este mundo de bilingüismos y otras afortunadas impurezas. De la firma forma que nació el creole haitiano, caboverdiano o el de la Luisiana estadounidense, el sranan tongo en Surinam, el patuá jamaiquino, o el jopará paraguayo.

Es el caso del «pernambuqués-bahiano”, la declinación nordestina y lunfarda del portugués paulista que alguna vez nos fuera tan familiar (o, con más justicia, podríamos decir que fueron aquellas regiones interiores las que prohijaron a las inflexiones del litoral). O es el caso de las apenas disimuladas fricciones entre las variaciones de la propia lengua nacional haitiana. Por un lado tenemos el creole afrancesado de la pequeña burguesía de Puerto Príncipe, con sus esfuerzos de pasaporte, su nasalidad sobreactuada y sus erres que se asemejan a una bolsa de arpillera arrastrada sobre la granza. Y por otro lado el creole rítmico, seco como batida de tambor, del campesino haitiano. El medio rural aún preserva por aquí sus sonoras marcas de africanidad, en un hablar que, de ser preciso, todavía puede replegarse en su discurrir clandestino, en cuyo caso ha de volverse completamente ininteligible para quién no sea su legítimo destinatario. Las lenguas creoles son todo aquello que dicen, pero más aún todo eso que a la plantación retacean y que al extranjero de todos los tiempos esconden.
Y qué decir de las lenguas francas y un poco ridículas que hemos sabido construir, como el «creolés», mezcla brava entre la lengua de Saramago y Pessoa y la de los cimarrones haitianos. O el «espancreole», su pariente de raíces sureras, con su hálito mezclado de Mar Caribe y barrosas aguas del Plata. Pero es ya en la borrachera cansada de la madrugada cuando emerge el gran frankestein, la lengua zombi, la síntesis llena de parches, el monstruo común por todos nosotros alimentado. Esa lengua que a falta de nombres más precisos y de referencias propias solo podría llamar “babel”, que es como una ancha avenida en la que viajan en contramano autos, burros, motos y carromatos, tal como sucede en un mercado cualquiera en Haití. Y sin embargo, accidentes mediante y con obstáculos atravesados, fluye. Esa lengua en la que la locuacidad desenvuelta de brasileros, argentinos y haitianos rompe la gramática, incendia la fonética y altera las obsesiones planificadoras de todos los inquisidores del lenguaje. Ese loco afán por hacerse entender que todo lo entrevera en un esfuerzo comunicativo que hace las vergüenzas del esperanto, fantasía positivista, lengua artificiosa, llena de prótesis y tubos de ensayo.

Y sin embargo, hemos aprendido más que palabras estando en nuestras vivencias campesinas, semanas monte adentro, deslenguados, bienentendidos o malentendidos, a través de comunidades felices y soledades tremendas: en este mundo babélico no se entiende quién no quiere. Así como no entendemos, como nos negamos a entender, aunque puedan resultar apenas tres palabras tan sencillas, el «how are you» aprendido en la escuela que los niños nos disparan como un hondazo, o el que el yanqui de la ONG nos babea en una espantosa complicidad blanqueada con cal. Palabras que golpean el hueso de esta recién estrenada e insoportable conciencia de blanquitud, de esta extranjería que llevamos a cuestas en nuestros vocablos negros y nuestros silencios blancos.
Somos la tremenda materialidad de las lenguas que elegimos hablar y de aquellas que nos eligen. Las lenguas que nos fundan y las que fundamos. Aquellas lenguas con y contra las que peleamos.