Aquí no hay molinos que enfrentar,
porque no hay viento,
salvo la indomable ronquera de los huracanes.
Pero las aspas que vuelan amenazantes por el aire
no sirven para moler el trigo,
y el sol chamusca el agua antes de que se acumule,
gananciosa, monte abajo.
Y porque no hay molinos tampoco hay trigo blanco.
Sólo la miel que chorrea de frutas enormes,
pimientos en los ojos, en el sexo y en el plato,
kalalou y frijoles negros,
y la fruta del pan colgando del árbol.
Y no sólo no hay molinos ni trigo,
sino que aquí hubo incluso un tiempo sin caballos.
¿Pueden creerlo? Sin caballos.
Es decir sin relinchos,
sin monturas ni jinetes.
Solo pájaros baguales pastando el aire:
tordos negros, lavanderas,
garzas verdes, mangos,
colibríes enanos con el corazón agitado.
Aquí no hay entonces ni trigo, ni molinos,
ni caballos, ni jinetes.
Pero si sueños, desvaríos si,
ansias colosales.
Primero llegan y se anuncian luego, como el rayo.
Es el propio salto al vacío
el que va dibujando sus puentes.
Aquí hay blancos que se vuelven rojos,
negras que se blanquean con jabones,
vendedoras que parecen girasoles,
brutos ascendidos a generales,
cocineros que se vuelven reyes.
princesas cimarroneando el monte.
Aquí he visto barcos rasgando con su quilla las florestas,
mientras remontan las pendientes.
Ese y no otro, debería ser el símbolo americano
de todos nuestros imposibles.
Aquí hay gentes que se penetran cada noche
sólo con palabras,
y se apagan el fuego con velas y querosenes.
Y otros que nada dicen
mientras se aman en el mar como patos heridos,
frente a la indiferencia de los pescadores
que miran sin ver bajo el toldo de sus redes.
Aquí no hay entonces ni trigo, ni molinos,
ni caballos, ni jinetes.
Pero hay mucho más,
mucho más
que lo que la prudencia ordena,
el frío retrae,
el continente divide,
y la realidad consciente.
Porque como dicen por aquí,
suspirando vivimos,
y es con suspiros
que afrontamos la muerte.
Puerto Príncipe, 4 de Septiembre de 2019