Es preciso comenzar con una autocrítica. Quien escribe estas líneas pensó, erradamente, que la nueva estrategia imperial de los Estados Unidos (codificada, entre otras intervenciones y documentos, en la reciente estrategia de “seguridad nacional”) retrogradaba la política exterior del gran hegemón hacia comienzos del siglo XX, a las presidencias de Theodore Roosevelt, William Taft y Woodrow Wilson, a los tiempos del “gran garrote”, claro que bajo una fase del capital y un momento geopolítico completamente distintos.
Pero los últimos acontecimientos –el secuestro y robo de un carguero iraní que transportaba crudo venezolano y el bloqueo marítimo decretado contra Venezuela– parecen indicar que la regresión es aún más profunda, con el retorno a tácticas de intervención y métodos de presión más propios del siglo XIX, cuando corrían los tiempos de la teología colonial del “destino manifiesto” y la diplomacia se ejercía a través de las cañoneras; cuando eran moneda corriente las patentes de corso, los actos de piratería a lo William Walker y los bloqueos navales.
Así, por citar los casos más emblemáticos, en 1825 la Monarquía francesa restaurada impuso a la joven Revolución Haitiana la obligación ridícula de pagar una multimillonaria deuda por la independencia obtenida por los antiguos esclavos en el terreno militar; en 1838 una escuadra anglo-francesa buscaba asegurar la “libre navegabilidad de los ríos” e imponía a la Confederación Argentina de Juan Manuel de Rosas el cierre de la arteria fluvial del Río de la Plata; y en 1866 el puerto chileno de Valparaíso era bombardeado bajo las órdenes del Almirante español Casto Méndez Núñez.
La propia Venezuela sufrió un bloqueo naval, si bien un poco más tarde, en el bienio 1902-1903, a través de la acción conjunta del Imperio Británico, el Imperio Alemán y el Reino de Italia, que buscaban forzar así el pago de los adeudos contraídos por el país sudamericano, y que redundó en el hundimiento de algunos barcos e incluso el bombardeo de puertos.
Estos hechos, que generaron una enorme ola de indignación en toda la región, motivarían la formulación del Canciller José María Drago de la conocida doctrina homónima, que establecía la prohibición de utilizar la fuerza por parte de las potencias acreedoras, privilegiaba la solución pacífica de controversias y ratificaba los principios de soberanía e igualdad jurídica.
Ya desde el siglo XIX y a través de las formulaciones del gran estratega e historiador Alfred Mahan, el poder naval ha sido la clave del predominio militar estadounidense, primero en el hemisferio, y luego a nivel planetario, así como la palanca de sus últimas intervenciones militares directas en la región: en República Dominicana en 1965, en Granada en 1983 y en Panamá en 1989 (las últimas tres, no casualmente, sucedidas en el Gran Caribe).
Así como la historia del hombre resume la historia del mono, los últimos actos de la geopolítica norteamericana parecen sintetizar toda su historia imperial desde su consolidación como potencia hemisférica entre el fin de la Guerra de Secesión en 1865 y la intervención/anexión de Puerto Rico, Cuba, Hawái, las Filipinas y Guam en 1898.
Por eso es que hoy podemos encontrar narrativas y estrategias propias de mediados del siglo XIX (la piratería y el bloqueo naval), de comienzos del siglo XX (las intervenciones militares directas o la amenaza de consumarlas), de los tiempos del Plan Cóndor (la contrainsurgencia, el anticomunismo y la promoción de golpes de Estado) y también otras de manufactura contemporánea (el estímulo al paramilitarismo y el crimen organizado, las mal llamadas “sanciones” o la retórica antiterrorista y anti-narcotráfico).
Con estos antecedentes en mente, es interesante regresar a la estrategia de seguridad nacional recién publicada, que llama “corolario Trump” a lo que en rigor es la mismísima enunciación de la Doctrina Monroe-Adams original, junto a la reafirmación del viejo “corolario Roosevelt” de 1904.
Así como gusta de capitalizar procesos de paz que no encabezó en conflictos que nunca terminaron, el mandatario estadounidense parece intentar apropiarse de una porción nada despreciable de los méritos de sus antecesores coloniales.
En síntesis, el documento planteaba la cooperación forzosa de los países subalternos y establecía un “área de exclusión” hemisférica respecto a la presencia y competencia de otras potencias globales (sobre todo China y Rusia), sobre todo en lo que hace a “activos clave”, cadenas de suministro críticas y ubicaciones geoestratégicas.
Es decir que, en pocas palabras, la estrategia de seguridad renueva los votos del derecho de intervención, le otorga una justificación geopolítica y económica al intervencionismo y reserva a Estados Unidos el viejo rol de gendarme internacional. Nada nuevo en el horizonte hasta aquí.
Pero conviene prestar mucha atención a la publicación de Donald Trump en su red Truth Social el día martes, porque ésta si introduce un giro tan novedoso como potencialmente catastrófico. Aquel breve posteo es el posicionamiento –con lejos– más peligroso de lo que va de las dos administraciones del magnate neoyorquino y expresa por sí misma un cambio de paradigma.
Hasta aquí, la justificación intervencionista –al menos en su faz militar– se fundaba principalmente en el combate a los carteles de la droga, las economías ilícitas en general y las “organizaciones terroristas trasnacionales” (una amalgama confusa entre la “guerra contra las drogas” de Richard Nixon y la “guerra contra el terror” de George W. Bush).
Aun cuando esta remanida definición se aplicara a un gobierno y a una formación estatal completa como la Venezolana bajo la imaginativa definición del improbable “Cartel de los Soles” o a través de la insostenible y contradictoria figura del “narco-terrorista”, digamos que hasta aquí la intervención imperial aparentemente “legítima” (aunque ilegal y extraterritorial según todos los estándares del derecho internacional y del derecho internacional humanitario) tenía aún un límite verificable.
De hecho, el debate público en Estados Unidos versa hoy sobre la legalidad o ilegalidad de los asesinatos extra-judiciales en el Mar Caribe en un conflicto que no fue declarado ni aprobado por el Congreso; nadie o casi nadie en el establishment pone en cuestión la legitimidad y la necesidad de operar de forma extraterritorial para combatir al narcotráfico y el terrorismo (algo que Estados Unidos siempre hizo a través de la DEA y sus gobiernos vasallos, como sucedió durante décadas en Colombia o México con resultados particularmente funestos).
Pero la última intervención de Trump acaba de abrir otra caja de Pandora, escribiendo ahora sí un nuevo y original corolario a la Doctrina Monroe-Adams. El posteo decreta un bloqueo militar naval, de carácter ilegal, al principal rubro económico de un país soberano, que no sólo afectará de manera crítica a Venezuela (cuyo ingreso de divisas depende en más de un 80 por ciento de la exportación de petróleo y derivados) sino a los países que compran este recurso.
Lo vimos ya con el secuestro y robo del carguero iraní, y veremos en lo sucesivo si Trump, Marco Rubio y Pete Hegseth se atreven a hacer lo propio con embarcaciones chinas (o incluso indias, españolas o rusas), considerando que el gigante asiático es hoy el principal importador de crudo venezolano, luego de haber absorbido buena parte de la cuota de mercado que Estados Unidos cercenó en virtud de su política de guerra económica.
Lo más grave, insistimos, es que Trump y el Departamento de Estado consideran oficialmente como propios y “robados” los recursos petroleros de Venezuela, quizás en virtud de que el país rescindió hace medio siglo las concesiones a compañías norteamericanas en campos, refinerías, terminales, etcétera, nacionalizando la industria e indemnizando a los capitales estadounidenses durante la presidencia de Rafael Caldera (en un proceso que se profundizaría luego con la denominada “renacionalización” operada por Hugo Chávez a comienzos de este siglo).
De manera incomprensible, Trump menciona también la presunta enajenación de otros de “sus” activos, como los minerales (¿acaso los que sus rivales geopolíticos explotan con el Estado venezolano en el Arco Minero del Orinoco?) e incluso ¡las propias tierras del país!
¿Puede acaso una potencia imperial, a 80 años de la elaboración de la Carta de Naciones Unidas, reclamar derechos de propiedad sobre las tierras de otra nación? En este caso la involución histórica amenaza con llevarnos a los tiempos virreinales, o al Congreso de Berlín y el reparto de África por parte de las potencias coloniales europeas a fines del siglo XIX.
Este giro copernicano de la política imperial estadounidense confirma un hecho crucial; que Venezuela es apenas el primer eslabón a fracturar del conjunto de la soberanías –hoy amenazadas– de América Latina y el Caribe.
¿Cómo deja este nuevo corolario a otras repúblicas que como México, Bolivia, Ecuador, Panamá, Cuba, Chile, Perú, Guyana u otras tuvieron procesos de nacionalización análogos, ya sea de recursos estratégicos (petróleo, gas, cobre, bauxita, electricidad), de infraestructuras (como ferrocarriles o puertos), de tierras, empresas o bancos, e incluso procesos de retroversión de la soberanía en zonas geoestratégicas, como el Canal de Panamá tras los acuerdos Torrijos-Carter de 1977?
¿Considerarán la Casa Blanca, el Departamento de Estado y el Departamento de Guerra que México “robó” el petróleo de Estados Unidos durante la presidencia de Lázaro Cárdenas y que éste debe ser “devuelto” a su “legítimo dueño”?
¿Que la Guyana de Forbes Burnham cometió un crimen análogo con la bauxita, la Bolivia de Víctor Paz Estenssoro con el estaño y el Chile de Salvador Allende con el cobre? ¿Allí desembarcarán los cuerpos de marines y aterrizarán las unidades de paracaidistas?
¿Impondrá Trump un bloqueo marítimo a Ecuador, invadirá (de nuevo) Panamá o bombardeará los Andes peruanos? ¿Planteará la “devolución inmediata” de Cuba (en virtud de la vieja Enmienda Platt), del agua y la biodiversidad del Amazonas o acaso del Triángulo del Litio por pura necesidad geopolítica?
¿Tratará como terroristas y ladrones a los jefes de Estado de los países mencionados, sancionándolos y derrocándolos? ¿Se embarcará, por fin, en una guerra generalizada y eterna en toda la región, capaz de desestabilizar al hemisferio y al planeta entero de una forma aún más notoria que la Guerra de Ucrania o el genocidio palestino en Gaza?
Se escuchan estruendos a lo lejos. Es otra vez el ruido de las viejas cañoneras, aunque algunos insistan en convencerse de que son fuegos de artificio.








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