El violento ataque contra la comunidad mapuche del Departamento de Cushamen se realizó con 200 efectivos de gendarmería, numerosos vehículos, dos drones y armas de fuego, todo un arsenal desplegado por el gobernador Mario Das Neves bajo el argumento esgrimido en tiempos de la Campaña al desierto: los mapuches no son argentinos y no respetan las leyes, la Patria y la bandera. La reimplantación de la invasión terrorista para proteger a los Joe Lewis o Luciano Benetton. Publicado en La Tecl@ Eñe el 31 de Enero del 2017.
“No somos los extranjeros,
los extranjeros son otros,
son ellos los mercaderes,
y los esclavos nosotros”
Daniel Vigletti
¿Quién disparó primero?
El primer tiro no lo disparó un gendarme nacional sino un editorialista anónimo. No salió del cañón caliente de una Ithaca, sino de las letras de molde de un tabloide de importante circulación nacional. No atronó en las extensiones patagónicas del Departamento de Cushamen (de inequívoca toponimia tehuelche), sino en la mismísima Ciudad de Buenos Aires. El primer tiro de la violenta represión ejercida sobre la comunidad mapuche de Pu Lof, en Chubut, lo disparó un editorial programático del diario La Nación el 21 de agosto del 2016, con un titular sugerente: “La utilización populista de los pueblos originarios”[1]. Con el membrete de un “conflicto de culturas”, amparado en el argumento banal de que “ningún pueblo es realmente originario de ningún lugar”, y embanderado en la gesta de la “modernización y el progreso”, el prestigiado pasquín de Bartolomé Mitre se decidió a celebrar, con pompa y circunstancia, un nuevo aniversario de la autodenominada “Campaña del Desierto”, cuyas motivaciones más íntimas han sido sintetizadas en dos cifras escalofriantes, resultantes últimas de la violencia y el despojo: 41.787.023 hectáreas apropiadas por 1843 terratenientes[2]. Este editorial de antología que merecería ser analizado en todos sus pormenores, siembra las dos tesis fundamentales que enmarcan ideológicamente la reciente represión, ostentando, por así decirlo, buena parte de la autoría intelectual del hecho:

1) Los mapuches son extranjeros. Fueron trasplantados desde la Araucanía chilena, atraídos por el ganado cimarrón que se multiplicaba como los peces y los panes en estas pampas tan alejadas de Dios. La operación historiográfica es sutil pero probadamente eficaz: el mismo texto que afirma que ningún pueblo es originario de ningún lugar, sitúa a los mapuches como chilenos invasores del territorio argentino, en el transcurrir de varios siglos (los de la llamada araucanización de la Pampa-Patagonia), en el que ninguno de esos estados existía, ni remotamente, en su configuración actual y más o menos definitiva[3]. En cambio, serían legítimos propietarios de estas tierras del sur del mundo desde los conquistadores y misioneros hispanos y lusitanos, hasta los inmigrantes italianos, vascos o galeses. Versiones más remozadas y actualizadas, si no sitúan plenamente a lo mapuchidad en el terreno de lo foráneo, al menos ponen en entredicho sus intereses nacionales, amparándose en los reclamos soberanos de las comunidades sobre los territorios ancestrales del Wallmapu y en su oposición frontal a las políticas estatales extractivistas, actuales y precedentes, principalmente en el rubro de los hidrocarburos. Resultan ilustrativas las declaraciones posteriores a la represión de parte del Gobernador Mario das Neves: “(los mapuches) no respetan las leyes, ni la Patria, ni la bandera”. Si no fuera el eje mismo (aunque implícito) de la argumentación, pareciera ser intrascendente si los mapuches profesan o no cierta devoción a los símbolos patrios, lo que poca o nula relación tiene con el conflicto de tierras que precipitó el accionar represivo. En íntima conexión con la primera tesis, el mencionado editorial afirma que: 2) Los mapuches son especialmente proclives a la violencia, como lo atestiguaría una historia pródiga en malones, raptos y degüellos. Se citan así las guerras interétnicas entre distintas comunidades mapuches y otras del amplio y heterogéneo complejo tehuelche y rankülche durante los siglos pretéritos, recogiendo las mitomanías y los prejuicios sobre los pueblos originarios tan caros a la literatura de frontera que analizara David Viñas[4]. Esta especie de “secta del degüello alegre”, proyectada en el tiempo, sería la responsable, en los últimos tiempos, de ocupaciones ilegales de tierra (nótese la ironía), amedrentamientos, incendios y sabotajes de diverso calibre. Desde este enfoque, endosar a los mapuches el título de “terroristas” resulta sencillo y sumamente rentable.
oligarquía, en nuestro país y en otras naciones latinoamericanas, refiere más bien a las aspiraciones señoriales de lo que algunos autores han dado en llamar una “etno-clase[5]”, definida tanto por sus intereses económicos y su ubicación objetiva en la estructura de clases, como por su lugar en una sociedad racialmente estratificada
Un desierto para un oligarca
El vocablo “oligarca”, podrá no ser muy preciso ni riguroso según los usos de la sociología o de la teoría económica contemporánea. Es sabido que la oligarquía tradicional, arquetípica, esa que olía a perfume francés y a bosta de vaca Hereford acriollada, que edificó sobre un pedestal de sangre y barro el Estado nacional argentino hacia fines del siglo XIX, supo definir su poder en base a la tenencia de la tierra y a su explotación extensiva. Con el correr de las décadas, esta clase ha cedido paso a una burguesía diversificada con intereses e inversiones simultáneas en el agro, la industria, y, principalmente, las finanzas (siendo quizás Grobocopatel, el “rey de la soja”, su ejemplo contemporáneo más consumado). No obstante, el poder semántico de ese viejo concepto no ha perdido nada de su brillo: porque oligarquía, en nuestro país y en otras naciones latinoamericanas, refiere más bien a las aspiraciones señoriales de lo que algunos autores han dado en llamar una “etno-clase[5]”, definida tanto por sus intereses económicos y su ubicación objetiva en la estructura de clases, como por su lugar en una sociedad racialmente estratificada en la que, al decir de Aníbal Quijano, “las clases tienen color”[6]. Así, la brancura y la occidentalidad (real o imaginaria) de la oligarquía liberal argentina es una de sus características más salientes, tanto o más definitoria que sus posesiones mundanas.

200 efectivos de gendarmería, numerosos vehículos, dos drones y armas de fuego, todo un arsenal arrojado contra 10 adultos desarmados, un ramillete de chicos, y algún que otro perro famélico, dudosamente arisco. Ni la voracidad económica de un terrateniente, ni un largo historial de negocios espurios, ni la percepción autojustificatoria de nuevos desiertos improductivos pueden dar cuenta de lo que solo puede explicar una cosa: la saña, el odio secular, el desprecio racializado. “Hasta nuestro propio decoro (…) nos obliga a someter cuanto antes, por la razón o por la fuerza, a un puñado de salvajes que destruyen nuestra principal riqueza y nos impiden ocupar definitivamente, en nombre de la ley del progreso y de nuestra propia seguridad, los territorios más ricos y fértiles de la República”[7]. Esta vez la cita no pertenece a La Nación, ni tampoco es el extracto de una declaración de Joe Lewis o Luciano Benetton, aunque bien pudiese serlo. Es parte del mensaje al Congreso Nacional de Luis Avellaneda, en los momentos inaugurales de la “Campaña del Desierto”. Desde 1878 a la fecha, el odio racial, tenaz, permanece intacto. Y es que para quién crea que las historias de indios y oligarcas son algo demodé, puro recuerdo de lúcidos nostálgicos como Osvaldo Bayer, es evidente que nuestra realidad latinoamericana se parece más a la estructura temporal circular de ”Cien años de soledad” que a la ascendente y lineal filosofía de la historia de Emanuel Kant. La historia, se repite como tragedia (épica), luego como farsa, y otra vez como tragedia (esta vez ajena a todo heroísmo). En el centro, en la génesis del conflicto, se encuentra entonces la historia de un auténtico oligarca: el magnate italiano Luciano Benetton, dueño de más de un millón de hectáreas (una porción de soberanía nada despreciable en un país que tiene poco más de 30 millones de hectáreas cultivables), quién las compró a precio vil durante el gobierno de Carlos Saúl Menem. Todo lo demás: la lucha mapuche por los territorios, las (eventuales y legítimas) acciones directas de las comunidades, sus chispazos con los gobiernos provinciales y nacionales, son consecuencias inevitables de esta injusticia fundante, que no es más que una réplica a escala, diferida en el tiempo, del magno genocidio que fundara nuestra estatalidad (pero no así nuestra nacionalidad).
son algo más que casos dramáticos, aislados, inconexos. Son las tramas de un drama nacional todavía irresoluble: la posibilidad trunca de constituir una identidad nacional común y no racializada, que reconozca (y se reconozca) en todos los rostros de los argentinos y las argentinas
Relmu Ñamku, Reina Maraz, Milagro Sala: las víctimas del desprecio racializado
Saña entonces, etnocentrismo, rencor, racismo tenaz. Afirma Darcy Ribeiro: “La antigua confusión de indígena y campesino o de etnia y clase era oriunda de un enfoque supuestamente marxista, fundado en la noción de que la lucha de clases sería el único motor de la historia. Este enfoque desconocía el hecho de que las etnias y los conflictos interétnicos son muy anteriores a las clases, ya que las sociedades estratificadas tendrán, cuando mucho, seis mil años de existencia, mientras que las etnias vienen de tiempos inmemoriales (y) no es imposible que las etnias sobrevivan a las clases (…)Todo esto significa que los conflictos interétnicos y las luchas de emancipación nacional merecen mas atención de lo que hasta ahora les han dado los teóricos del fenómeno humano”[8]. Y Darcy Ribeiro, lúcido intelectual brasileño, merecería más atención de la que hasta ahora le hemos prestado, enmarañados en los autores y las categorías fetiches que vierten en nuestro suelo las modas académicas europeas o norteamericanas. Y es que un pilar fundamental del liberalismo argentino es la autopercepción patológica de una sociedad blanca, pulcra (Pamela David dixit), europea, impecablemente occidental (recuérdese la controversial propaganda de ANSES).

Es conocida la escena mítica, folklorizada, en la que unos indios primordiales, antediluvianos, aceptan del conquistador español un manojo de cuentas de vidrio y espejitos de colores a cambio de las sobrias “contribuciones” en oro y plata obsequiadas al maridaje de la cruz y la espada. En los territorios del sud, en las latitudes de lo que supo ser el Virreinato del Río de La Plata, parece habernos sido legado no más que un único espejo: un espejo blanco que siempre devuelve la misma imagen, no importa el rostro (negro, moreno, aindiado) que sobre él se proyecte. Y sería entonces interesante preguntarnos, si de la mano del fenómeno paradojal que produjo que los trabajadores de nuestro país hayan logrado procesos de identificación con el más exitoso de nuestros empresarios, no se ha producido también el sinsentido de que un pueblo de mestizos, indios y cabecitas negras se haya visto reflejado en los cabellos claros y los ojos celestes, almibarados, del actual presidente de la República y en toda su corte de CEOS y chetos de Barrio Norte (la coalición Cambiemos, cuyo máximo dirigente fue autor de no pocos comentarios xenófobos, logró excelentes resultados electorales entre las comunidades migrantes del cordón frutihortícola de La Plata, por mencionar solo un hecho que debería movernos a la reflexión).
Mencionaré, sin desarrollar, tres casos resonantes que atestiguan la relevancia del desprecio racializado (y profundamente patriarcal) para explicar los resortes profundos de la política del Estado argentino y, más aún, de su actual conducción liberal. Relmu Ñamku, dirigente mapuche de la comunidad Winkul Newn, a quién se pretendió condenar a 15 años por arrojar una piedra a una empleada judicial, bajo la ridícula carátula de “tentativa de homicidio”, con motivo de su defensa de los territorios de las comunidades frente a los avances de una multinacional petrolera. Reina Maraz Bejarano, boliviana, quichua-parlante, detenida y acusada por el asesinato de su marido Limber Santos, condenada por una justicia misógina y colonial (y, obviamente monolingüística) que solo le reconoció el derecho a un intérprete después de tres años de prisión preventiva. Milagro Sala, dirigente social jujeña, cuyas ínfulas redentoras de india, pobre y negra, eriza la piel blanca de Gerardo Morales, lo que propició su detención arbitraria y su injusta condena por parte del gobierno nacional. Estos nombres, justo a cualquier otro de la comunidad Pu Lof, son algo más que casos dramáticos, aislados, inconexos. Son las tramas de un drama nacional todavía irresoluble: la posibilidad trunca de constituir una identidad nacional común y no racializada, que reconozca (y se reconozca) en todos los rostros de los argentinos y las argentinas; la necesidad de construir un Estado y una nación que no se reproduzca bajo el influjo de un genocidio lento pero incesante en donde el cuerpo del indio sigue valiendo un patacón y su nombre sigue siendo sinónimo de extranjero. La urgencia que, en fin, se vuelve esperanza en boca del cantor, de poder “romper el mapa para formar el mapa de todos” y alcanzar por fin ese ansiado y lejano territorio “donde las sangres se mezclan”.
[1] Disponible en: http://www.lanacion.com.ar/1930090-la-utilizacion-populista-de-los-pueblos-originarios
[2] Aranda, Darío (2010). La Argentina originaria: genocidios, saqueos y resistencias. Buenos Aires: Lavaca
[3] Martinez Sarasola, Carlos (1993). Nuestros paisanos los indios. Buenos Aires: Emecé.
[4] Viñas, David (1983). Indios, ejército y frontera. Buenos Aires: Santiago Arcos.
[5] Mignolo, Walter (2009). “La idea de América Latina (la derecha, la izquierda y la opción decolonial)”. Crítica y Emancipación, (2): 251-276, primer semestre 2009.
[6] Quijano, Anibal (2009). “Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina”. En La colonialidad del saber (Edgardo Lander comp.). Caracas: El Perro y la Rana.
[7] Avellaneda, Nicolás. “Mensaje al Congreso Nacional”. Buenos Aires, 14 de Agosto de 1878.
[8] Ribeiro, Darcy, citado en: Argumedo, Alcira (2009). Los silencios y las voces en América Latina: notas sobre el pensamiento nacional y popular. Colihue: Buenos Aires, p. 185.