Comparto un viejo borrador, escrito hace ya tres años, actualizado para este nuevo aniversario de la Masacre de Avellaneda. Con algunos apuntes sobre nuestros mitos, nuestros símbolos y los peligros de la desmemoria a la hora de proyectar una izquierda popular en Argentina.
Escribo estas reflexiones políticas y personales (ya nos enseño el feminismo el puente que une estas cuestiones), consciente de no ser la persona adecuada para emprender una tarea que nadie me encomendó. Mis credenciales políticas son relativamente escasas, mis años en la militancia organizada apenas sobrepasan la década, y mi memoria generacional es muy corta. Todo lo que se del 2001, de Darío y Maxi, de Las Heras y Cutral Co, del Puente Avellaneda y la CTD Anibal Verón, lo aprendí en esa incomparable escuela militante que es la oralidad. ¡Cómo no recordar esos míticos fogones de la memoria, con viejas generaciones curtidas, elocuentes por el vino y y la añoranza de mil batallas! Algo también logré reconstruir con más entusiasmo que sistematicidad con mi (de)formación académica y a partir de la lectura de unos cuantos clásicos de la “serie piquetera”.

Todo esto se debe a que soy expresión de una generación que se arrimó a la militancia del movimiento piquetero en un momento en el que éste se encontraba en un claro reflujo, algo que resulta fácil de identificar con el diario del lunes, pero que sin dudas resultaba mucho más opaco desde el vértigo de la militancia cotidiana. No viví en primera persona la mística del pujante y dignísimo movimiento piquetero, en el cual el pueblo argentino pudo encontrar al sujeto capaz de articularlo, capaz de reconstruir una solidaridad fracturada por la revancha clasista de la dictadura y por una oscura década neoliberal que sembró en lo profundo de la conciencia de los laburantes argentinos el miedo al vecino y la desconfianza recíproca, los valores de la competencia salvaje y el individualismo. Viví el 2001 siendo un pibe, intuyendo a través de la televisión que los buenos estaban detrás de los pañuelos y que los malos escondían sus vergüenzas tras los cascos. No fui parte del Argentinazo (tenía apenas 10 años entonces), ese momento luminoso de la lucha de clases en el que al decir de una veterana militante “fuimos casi humanos”.
El 26 de junio, el Puente Pueyrredón, Santillán y Kosteki, símbolos y expresión de un ciclo de la lucha de clases en nuestro país (uno más entre tantos, pero en definitiva aquel que nos parió), son un mito que agoniza.
Sin embargo, fui por primera vez al Puente Pueyrredón en el 2010, y como cualquiera, o quizás más que ninguno, me sentí parte, compartí el fogón y el frío, el guiso y el vino en cartón, me indigné ante la provocadora presencia de la Federal, y me conmoví ante la crónica de los acontecimientos de la Estación Avellaneda, ante el último gesto de Darío (que además de un pibe de barrio fue un cuadro político, comprometido y abnegado). Desde esa fecha hasta el presente, he constatado con tristeza e impotencia que bajo el hormigón del puente cada vez acampan más organizaciones y cada vez menos pueblo organizado. Se han mutiplicado a toda velocidad las siglas y los trapos. En mi opinión, esto se debe a que no solo la historia, sino que también los mitos, en ocasiones, se repiten como farsa. Y es precisamente un sentimiento de farsa, un cierto anacronismo, lo que percibí sin poder compartirlo en los últimos aniversarios del 26 de junio. La visita al puente, ese mito movilizador del movimiento piquetero y de toda una generación militante en los primeros años de este siglo, tiene hoy, y lo digo con profundo respeto, algo de farsa. Pero odiaría ser malinterpretado en este punto, así que quisiera explicarme. Un mito no es una cosa abstracta que flota en el aire, sino que tiene una materialidad bien concreta: la de los sujetos que lo sueñan, lo viven y lo encarnan. Un mito se convierte en una farsa cuando ya no moviliza, no espabila la conformidad del presente ni abre nuevos futuros posibles y deseables para nuestro pueblo. Y, como era de esperarse, el gran mito del movimiento piquetero fue perdiendo masividad y brillo, mientras cientos de miles de ex desocupados pasaban a engrosar las filas del trabajo precario y de la economía informal, y mientras el movimiento popular, fragmentado y derrotado, sentía haber perdido el tren de la historia en aquel 2001 en el que hicimos tanto pero a la vez tan poco. El 26 de junio, el Puente Pueyrredón, Santillán y Kosteki, símbolos y expresión de un ciclo de la lucha de clases en nuestro país (uno más entre tantos, pero en definitiva aquel que nos parió), son un mito que agoniza.
Pero no todo esta dicho, ni es el fatalismo ni la resignación algo que nos caracterice como militantes populares. Tenemos que reactualizar el mito y disputarlo rabiosamente, tanto frente a quiénes predican una política de la desmemoria, como frente a quiénes lo quieren convertir en pura forma, en liturgia vacía. Si atendemos a lo que dijera un intelectual liberal italiano, y suscribimos la idea de que “toda historia es historia contemporánea”, no podemos dejar de de reflexionar sobre qué lugar ocupa el 26 de junio en nuestra memoria histórica, que es lo mismo que preguntarse sobre el lugar que ocupa el movimiento piquetero en las experiencias y bagajes del campo popular en su conjunto. No hay superación verdadera sin un concienzudo balance que separe la paja del trigo, los aportes aún vigentes de los yerros que hemos de dejar atrás. Quién no pueda sacar las lecciones pertinentes de un ciclo histórico reciente, que aún forma parte de la experiencia vital de la militancia popular organizada, difícilmente pueda aprender algo de nuestra historia larga, tan pródiga en enseñanzas. La historia es un arma de doble filo, y corta por donde se la agarre.
el mito, la identidad, la mística, son fuerzas efectivamente operantes en la historia, tan importantes como los resortes económicos que estudian los economicistas o las formas organizativas que complacen a los sociólogos. Estos elementos han decidido la suerte de unas cuantas batallas, antes de que nosotros hubiéramos empezado siquiera a balbucear nuestra propia experiencia política.
Hace pocos días, rumiando estos asuntos, releía los párrafos finales de un libro sencillo y hermoso: “La montaña es mucho más que una inmensa estepa verde”, de Omar Cabezas. Al terminar la crónica, el autor reconoce los méritos del Comandante y fundador del FSLN, Carlos Fonseca Amador, quién fue capaz de comprender la importancia de inscribir el trabajo político de la guerrilla en la memoria larga del pueblo nica, en las luchas de Sandino y de su “pequeño ejército loco” contra la invasión yanki a esa pequeña patria centroamericana. La potencia del FSLN no estuvo dada tanto por su novedad como por su historicidad: ellos no iniciaron nada, sino que continuaron una batalla que encontraron inconclusa. En esta pequeña certeza radicó toda su fuerza, y eso les permitió convocar a los jóvenes campesinos, estudiantes y pobres urbanos que se sentían sandinistas por la transmisión de la memoria de lucha y resistencia (¡otra vez la oralidad!) que le habían legado las generaciones pretéritas. A lo que me refiero es a que el mito, la identidad, la mística, son fuerzas efectivamente operantes en la historia, tan importantes como los resortes económicos que estudian los economicistas o las formas organizativas que complacen a los sociólogos. Estos elementos han decidido la suerte de unas cuantas batallas, antes de que nosotros hubiéramos empezado siquiera a balbucear nuestra propia experiencia política.
Por todo lo dicho, creo que tenemos que inscribir esta fecha y este mito en nuestras nuevas perspectivas, en nuestras nuevas audacias, en nuestras nuevas ansias de transformar la Argentina. Tenemos que convencer y convencernos de que la lucha de los piqueteros se proyecta en nuestras renovadas construcciones territoriales y en nuestras disputas sindicales, que los MTD se recrean a sí mismos en las diferentes ramas del MTE y en la CTEP, que reconocemos a la identidad piquetera y no pretendemos negarla en honor a la desmemoria que promueven las clases dominantes, pero que tampoco subordinamos a ellas a otras identidades emergentes, a esas otras tantas caras que tiene lo popular en nuestra patria chica: a un pueblo que además de ser piquetero es pobre, es negro, es indio, es precarizado, es mujer, es lesbiana, es travesti, es villero, es campesino, es estudiante. Si Evita, de vivir en los años 70 hubiera sido montonera, tenemos que convencer y convencernos que si Maxi y Darío vivieran serían militantes de la economía popular o de un sindicato cualquiera.
En el 26 de junio, como en tantos otros mitos nos jugamos nuestro propio origen. ¿Cuando nacimos como izquierda popular? ¿Nacimos en la década del 90, quizás en el Santiagueñazo, en las pobladas de Cutral Co y General Mosconi? ¿Fuimos alumbrados por el 2001 o por el Puente Pueyrredón acaso? ¿Somos los hijos indeseados del ciclo kirchnerista, un subproducto del 2008 y el conflicto con las patronales agrarias? ¿O venimos de mucho más atrás, de la lucha anticolonial de los pueblos indígenas, de la gesta independentista de la Revolución de Mayo, de las tentativas federales de nuestras montoneras, de la experiencia y la resistencia peronista y de la insurgencia de las organizaciones armadas en los 70? El origen no es un asunto que compete a historiadores o a funcionarios del registro civil: un origen es una construcción mítica, una definición política y una operación historiográfica. Es necesario que asumamos frontalmente la necesidad de actualizar y de reapropiarnos de nuestros símbolos (los de corto y los de larguísimo aliento), más aún en estos tiempos en los que la restauración neoliberal impone una política de la desmemoria y en donde lo “nuevo” aparece como un valor en si mismo.
Las organizaciones populares, como los abuelos, son un poco peligrosos cuando les falla la memoria. Por eso, mientras más largos, más coherentes y más firmes sean los puentes que tendamos hacia el pasado, más extenso y fecundo será el camino bajo nuestros pies. El futuro, en suma, está tan atrás como adelante.
El borrón y cuenta nueva y el vértigo de una política que siempre pretende fugar hacia adelante, nos condena a una orfandad histórica que debilita al naciente espacio de la izquierda popular, que más que un proyecto en construcción es un camino con siglos de historia con el que sabremos o no empalmar, que sabremos o no actualizar creativamente en esta nueva hora americana. En esta clave debemos entender la respuesta de Fidel Castro cuando le preguntaron por el comienzo de la Revolución Cubana. No mencionó la primera resistencia a la dictadura de Batista, el asalto al Moncada, ni el penoso desembarco del Granma que posibilitó la instalación de la guerrilla en la Sierra Maestra. Nuestra Revolución –dijo el barbudo- empezó con las luchas de José Martí contra la monarquía española a fines del siglo XIX. ¿Seríamos nosotros capaces de responder lo mismo, de divisar las huellas del pasado en los azares del presente? Las organizaciones populares, como los abuelos, son un poco peligrosos cuando les falla la memoria. Por eso, mientras más largos, más coherentes y más firmes sean los puentes que tendamos hacia el pasado, más extenso y fecundo será el camino bajo nuestros pies. El futuro, en suma, está tan atrás como adelante.