A partir de la lectura de «Dios en el vudú haitiano» del teólogo y sociólogo Laënnec Hurbon.
Al decir de Nietzsche, toda postura secularizadora, lleva en sí la carga de las teologías difuntas. La pregunta por Dios es la inevitable pregunta por el sentido, por la trascendencia, nombre como se la nombre. Preguntas inmanentes, en fin, al ser humano, que no son exclusivas del cristianismo ni de ningún sistema religioso, más allá de los violentos intentos por monopolizarlas a lo largo de una larga historia de cruzadas, «santas» guerras y genocidios.
La pregunta por el sentido es, claro, aún más dramática para las clases populares, para los sectores colonizados, para aquellos que no contamos con la subjetividad (presuntamente) autosuficiente y atomizada que predica el Occidente y que permite una vida material resuelta en sus trazos generales. Y sin embargo, la sed de infinito (Mariátegui), el «hambre de pan y hambre de dioses» (Kusch) hace que hasta las clases colonizadas y colonizadoras de nuestros países periféricos busquen desesperados los barbitúricos espirituales del new age, el yoga (en su versión desespiritualizada) y otras prácticas de consumo doméstico. Bocanadas dispersas de fe que no sacia, agua que no moja, prácticas que se pagan generosamente, mientras se señala con el dedo el atraso, la inteligencia opaca y la incuria, de quién procura un templo, una comunidad de fe o un sacerdote para resolver sus asuntos divinos o mundanos. No somos más débiles por creer, pero en ocasiones la fe, sea religiosa o política, nos hace mucho más fuertes. De ahí lo que proponemos como un axioma: «¡luchan los que creen, creen los que luchan!»
Las relaciones entre desesperación y fe son evidentes, pero no por ser evidentes han sido bien comprendidas. Dónde aún queda trazos de comunidad, lo místico, lo religioso en un sentido amplio, pervive, y donde la comunidad crece, se expande. Que la religión haya sido uno de los principales instrumentos de legitimación de comunidades reaccionarias, de la Conquista a las dictaduras militares del siglo XX, no significa que no haya sido a la vez una de las principales herramientas por dónde avanzaron proyectos de liberación de todo tipo: nuestra historia continental, para quién quiera verla desprejuiciadamente, es pródiga en ejemplos. Por eso Mariátegui, para escándalo de la Komintern, hablaba del socialismo como de una religión laica.
La fe es una dimensión de lo humano, y no una rémora del pasado cuyo fin es pronosticado contra toda evidencia desde hace al menos tres siglos. Si podemos reconocer eso, ya habremos avanzado bastante y sentaremos bases sólidas para abordar el intrincado vínculo entre fe y política, empezando a a comprender los lazos indisolubles que unen a nuestros pueblos con su porfiada religiosidad. De lo contrario, seguiremos dejando poderosas armas en las manos del enemigo, seguros de que dichas armas, como las alas de Ícaro, se derretirán cuando el sol las ilumine de lleno.
Entonces, cuando el alemán Nietzsche y sus vástagos de este lado del mundo, hablando del cristianismo popular, de las religiones andinas o del vudú, nos digan: ¡»Los dioses también se corrompen! ¡Dios ha muerto! ¡Dios está muerto! ¡Y lo hemos matado nosotros!», podremos responder a coro: «¡su Dios habrá muerto! Nuestros dioses, que son aliados, plurales, familiares y atávicos, están vivos aún después de 500 años, luchan, procrean y gozan de buena salud.»