Día de parcial repliegue tras la inmensa movilización de ayer que volvió a convocar a cientos de miles en Haití. La situación, sin embargo, dista de ser normal, dado que lo normal hace tiempo no coincide aquí con lo cotidiano. Aquí la lucha tremenda es cada día y la violencia sorda. Lo demás, son sólo treguas. El manantial de gentes es hasta ahora inagotable en este país que desafía en las calles sus propios censos. ¿Cuantos millones han sido desde que estamos aquí? Ya no importa, como al Estado no le importa, como a la comunidad de los grandes intereses globales no le importa. Muchos millones, tal vez todos los de este lado de la isla, sin contar la inmensa diáspora desperdigada en todo el mundo por esta nueva África. Hemos perdido la cuenta. En lo que que a nosotros respecta en la calle hay tan sólo un cuerpo: la masa compacta del pueblo haitiano. Jóvenes, mujeres y ancianos que luchan como viven: cantando.
Ahora es tiempo de recuento de daños, de recrear formas precarias de lo cotidiano. De cosechar en el campo esas frutas quizás ya demasiado maduras, de comprar algún galón de nafta a precios irrisorios para alimentar los derruidos tap tap y echar a rodar las mototaxis, de comprar y vender alguna menudencia en el mercado, de asegurar el dinero que se arruga en los bolsillos para los difíciles días por venir. De estirar la vida, en suma, hasta el próximo sol. Es tiempo, también, de honrar y enterrar a las víctimas, aún inciertas. Estudiantes, chóferes de taxi, jóvenes en su mayoría. La bonita Jacmel, al sudeste, el indoblegable noroeste campesino y las periferias de la capital han sido las zonas más golpeadas por la represión policial. Empiezan a merodear también, como por estas fechas el año pasado, grupos irregulares. Se trata de la faz mas oscura de la construcción neocolonial de los «consensos liberales». Aquí la violencia «legítima» está caóticamente desmonopolizada, lo que no significa que sea simétrica ni mucho menos democrática. Manifestantes denuncian la presencia de encapuchados en las terrazas del rico distrito comercial de Petionville. Los he visto en anteriores jornadas, y no me extraña. Ante la debilidad de la policía nacional, rebasada por los acontecimientos y ridiculizada por el saqueo del cuartel general del CIMO por muchachos armados tan solo de coraje, la burguesía paga gustosa por la seguridad de sus propiedades. A policías, militares, delincuentes o paramilitares, a quién ofrezca el mejor servicio al más bajo costo.
Leo por ahí a quiénes en lugar de mencionar a las víctimas o sus humanas reivindicaciones, enfatizan y condenan la desmesura de las formas. En el caso de los yankis, al menos estos ya ni disimulan su desprecio por un país que su presidente colocó en el grato escalafón de los «agujeros de mierda» que se amontan por el tercer, el cuarto y hasta el quinto mundo. Lo mismo vale para las fuerzas fascistas y fascistizantes de la vecina República Dominicana que movilizan con paranoia sus tropas en la frontera. Su enemigo es imaginario, carece de fuerzas armadas, y resulta inofensivo en lo que a la seguridad internacional respecta. El que apremia allí en realidad es el negro interior, aquel que el supremacismo blanco y las fantasiosas genealogías hispanistas aún no logran asumir. El negro dominicano que es proyectado, con todos sus demonios, al negrísimo Haití, tan semejante superficie abajo. El caso de los franceses, violentos padres de la criatura haitiana, merece una mención aparte. Periodistas, ongueros, profesoras de francés o personal de las embajadas, todos aparentan desmemoria sobre sus propias aventuras coloniales desde Haití a Argelia, desde Indochina hasta la Luisiana. Hasta se echan el manto liviano y generoso del progresismo al señalar los «excesos de celo» y la injerencia de los norteamericanos. Y sin embargo, resulta tan patéticamente evidente su nostalgia irremediable por la arrebatada «perla de las Antillas». Señalar de forma reincidente el fracaso del experimento revolucionario haitiano no tiene otra finalidad que la de señalar, tácitamente, que el país estaría mejor siendo un manso Departamento Francés de Ultramar, como Martinica o Guadalupe. Sin creol, sin vudú, sin bandera, sin subdesarrollo, sin revueltas, sin orgullo nacional. Sin negros, en suma.
A poco menos de un siglo del nacimiento del antillano Frantz Fanon, aún lo ignoramos casi todo sobre la violencia de los condenados de la tierra. Es como si dijéramos: morirse de hambre es admisible, si, pero no lo es perder la compostura. Como si la humanidad estuviera más definida por las reglas de buena vecindad que por el alimento que sostiene un cuerpo, inevitable recipiente de lo humano. Hay quienes nunca entenderán la dimensión catártica de estas revulsiones sociales que intentan vomitar a una casta entera, a los administradores y ganadores del orden social más desigual e injusto construido por el capital de este lado del planeta. «Dechukaj» llaman los haitianos a este tipo de operaciones como las que vimos el 27 de septiembre. Palabra que aplica, por ejemplo, a la extirpación de un cáncer, a algo que debe ser arrancado profunda y radicalmente, aún a riesgo de retirar con él tejido sano. Sin estas insurrecciones recurrentes, hace tiempo que el pueblo haitiano habría muerto de inanición o, peor aún, de indignidad. Pero este pueblo, orgulloso hijo de la Revolución primera, recuerda que el fuego lo mismo mata que redime. Y que, como dice aquel proverbio, la Constitución está hecha de papel pero la bayoneta es de metal.