La infancia con cara de hambre y la mota engrasada; los potreros sucios y lo negro del alma y las goteras del rancho de villa fiorito; la inexplicable ciencia o magia de llevar atada una pelota al pie y al destino; la guita que de pronto alcanza y sobra y maldice y salva; las ansias tremendas de rodar la vida de un guacho baldío; la mano de dios, sus designios insondables y sus profetas bizarros; la vendetta a los ingleses y el desagravio de la patria y sus madres y sus soldaditos; el “oh juremos con gloria morir” y lo más parecido a un país que tuvimos; el nombre de un hermano, un amigo y casi toda una generación de argentinos; los tobillos hinchados y las piernas cortadas que dejaron a un país tullido; el escabio y la merca y los que se te cuelgan de los garrones y después te dejan en banda; el rescate, las ganas de contarla y las charlas con Fidel en una tarde habanera; tu nombre como universal salvoconducto cuando nos alejamos del río; la sangre en el ojo de Bush y la FIFA y los gorilas y todos los resentidos; el “yo juego por vos, vieja” y una voz que se parte; el que triunfó por todos y con todos y nunca nos miró desde arriba; el bocón sin filtro que les cantó las cuarenta a los tilingos; el argentino, el bolivariano, el cubano, el palestino; un pastiche de maravilla y mierda y sueños y sacrificios, exactamente igual a nosotros mismos.
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¿Estaremos ahora, acaso, un poco mejor preparados para discutir el carácter religioso de todo, de nuestra gente, de nuestros ídolos? Diego siguió toda la parábola de los santos: el éxodo, la gloria, la caída, la resurrección y ahora, finalmente, la apoteosis. La gracia es un estado, y gracias es la palabra de orden de todos los creyentes. Varios millones, por estas horas, son incapaces de repetir otra cosa: agradecen y piden, piden y agradecen. ¿Qué agradecen? Qué importa. ¿Qué piden? Qué importa. ¿En qué creen? Que importa. Que poco importa lo que fuimos, cuando es esto lo que un pueblo puede hacer de nosotros.